Hace 26 años saqué una foto.
La historia comenzó un par de días antes. Acababa de llegar a Pamplona para incorporarme a mi segundo año de carrera. Como una hora después de llegar a la residencia donde iba a vivir, me encontré con un compañero de estudios que también lo había sido de colegio. Me preguntó si me apetecía irme al día siguiente a un viaje de un par de semanas a Praga. De esa ciudad solo sabía que era la capital de Checoslovaquia y que el año anterior habían protagonizado algo llamado «la revolución de terciopelo». Yo no tenía pasaporte y nunca me había embarcado en algo así, tan improvisado y sin saber nada más. Mi colega, Xabi, me dijo que no tendría que pagar nada y que a ver si no podía hacer nada por obtener el pasaporte. Llamé a mi casa por teléfono y mi padre me dijo que hablaría con un tío mío que tenía, en aquel entonces, una gestoría.
24 horas después estaba a bordo de un tren francés con destino a Ginebra. De allí, viajé junto a mis improvisados compañeros a Zurich, donde contactamos con unos señores suizos que eran los que pagaban los gastos y nos llevaban en una enorme furgoneta a Praga.
El asunto era que se suponía que íbamos a participar en un congreso en la facultad de periodismo de la Universidad Carolingia de Praga sobre «la libertad en los países del este». Yo, realmente, no tenía que hacer nada más que llenar un hueco de una persona que dejó una vacante. Y allí que me fui con una mochila de primera necesidad y una cámara minolta para la que no tuve tiempo de comprar carretes.
A parte de aquellos señores suizos, me acompañaron tres personas que eran compañeros míos de periodismo. Uno, Xabi, fue el que me ofreció el viaje. De los otros dos solo puedo decir que, de uno, no sé nada y del otro es un famoso (semifamosillo) periodistilla que ha falsificado su perfil en su blog con una jeta que espanta. Ademá, nos acompañaba un joven profesor de la facultad que aspiraba a ser director de cine, cosa que años después consiguió, y con bastante éxito. (Por cierto que al año siguiente participé en el equipo de su primer largometraje y me lo pasé como nunca…)
Cuando llegué a Praga, lo primero que hice fue sacar esta misma foto. En el original, que luego explicaré por qué no puedo enseñar, todo estaba igual, solo que más sucio, más desconchado y con un diminuto skoda de los 60 aparcado junto a la estatua. Me pasaron entonces algunas cosas que, debido a mi juventud me parecieron increíbles. Tuve la ocasión de deambular 10 días casi en soledad por una ciudad en la que la agitación política y social estaba en un punto alto, con grandes protestas porque los comunistas no acababan de salir del nuevo gobierno y con carreras e incidentes multitudinarios por las calles, con policía y ejército, etc… En aquellos días increíbles asistí a un concierto «por la libertad» patrocinado por la RAI italiana en la que, entre otros, actuó Joe Cocker, vi un tanque por primera vez de cerquita, visité los increíbles estudios Barrandov de la mano del secretario del ministro de cultura (en ellos se conservaba el vestuario de la película Amadeus y se estaba rodando Kafka con Jeremy Irons) y comí en un comedor «popular», es decir, para indigentes. Hice cola (interminable) para comprar un paquete de cigarrillos Sparta y ví como a uno de mis acompañantes le estafaban en el cambio de moneda en la calle. También conocí a un palestino que me ofreció un cajón de fusiles de asalto de fabricación nacional tirados de precio y los medios para sacarlo del país. No, no acepté…
Praga se despertaba del sueño (o pesadilla) del comunismo con un paisaje de calles deterioradas y llenas de desconchones, con gentes vestidas con ropas de los 70 y poco o nada de turismo. En las cercanías del puente de Carlos y de Josefov se vendían «excedentes» del ejército y las cachivacherías anexas al cementerio judío estaban llenas de cosas increíbles, como esas hermosas radios Tesla. Ahora solo hay chinos y horribles matriuskas.
Mi minolta y yo fuimos retratando paso a paso esos paisajes y esos decorados de aquella ciudad genuinamente decadente que quería dejar de serlo. Todo era tan feo que resultaba arrebatadoramente bonito y no podía parar de hacer clic clic clic.
Los días se terminaron, entre platos horribles de goulasch y krendlinky y la mejor cerveza que uno pueda soñar. Cuando nos largamos, ese gacetillero del que antes hablaba, me pidió los carretes que me había prestado. Le comenté que en cuanto llegásemos a casa le compraría unos. Él me dijo que no, que ya los revelaba y que me pasaría una copia.
Hasta hoy. Perdí las fotos porque un tipo sin escrúpulos se las quedó (supongo que para hacer alguna conferencia en algún club de los que frecuentaba sobre el terror comunista en Europa del este).
Pero no perdí el inmenso sentimiento que me quedó al sacar aquellas fotos. La respiración de aquella ciudad que no quería ser como era.
Ese sentimiento me hizo volver, dos años después, con otros cuatro amigos. Ya no era lo mismo, pero estaba muy bien. Me enamoró de nuevo. Eso ya es otra historia.
Me quedo con lo que le dijo por aquel entonces Bohumil Hrabal (un escritor que, de verdad, vale mucho la pena) a una amigo checo al que veré en un par o tres de días. «Primero nos invadieron los alemanes. Luego los rusos. Ahora los turistas. Yo bebo para olvidar…»
Yo no bebo para olvidar. Me alegro de haber vuelto. Echaba de menos a Praga.
Y eso a pesar de la invasión.