Goodbye, Cangzhou….

Despedirse, se dice, no es fácil. O a veces es demasiado fácil. No me ha costado demasiado hacerlo de Cangzhou, porque no era un buen lugar en el que vivir. Me he pasado dos meses y medio en esa ciudad. Prácticamente la totalidad de ese tiempo he estado enfermo, estresado, sometido a una brutal carga de trabajo y asqueado por la contaminación y la aterradora suciedad que me rodeaba. Espanto, pesadilla distópica que me atenaza porque pienso que, algún día, todo el mundo será así. Así ha sido Cangzhou. Pero ojo. En medio del barrizal puede crecer una flor. Mi flor en este caso lo ha constituido un reducido grupo de personas que han brillado por su humanidad, empatía, cariño incluso, y una nada común voluntad de comunicarse con nosotros. También ha habido un florido ramillete de incapaces y de hijos de puta. Pero de esos no tengo ganas de hablar.

La primera flor fue Fei. De la que ya hablé aquí. Inteligente, brillante, curiosa, dulce, es la pequeña componente de una familia de Henan que regenta en Cangzhou un negocio de masajes y tratamiento de pies. Los mios, completamente destruidos desde el servicio militar, nunca se han visto tan bien tratados y saludables. Y ella nos daba conversación a Leire y a mi, saltándose las barreras con su traductor de móvil. Nos despedimos diciéndonos que éramos amigos.

El señor de la manguera. A la entrada del más que humilde condominio que habitabamos, había un lavadero de coches a cielo descubierto. El ese lugar trabajaba un señor como de unos 60 años, blanco el cabello, del que jamás supimos su nombre. Si supimos que se encariñó con nosotros y que jamás nos dejaba pasar por allí sin saludarnos aunque estuviera lavando un coche en ese momento. Dos días antes de irnos le entregamos una de las plantas que teníamos en casa como regalo. El día antes de nuestra partida, me lo encontré en la calle y tras estrecharme la mano y abrazarme calurosamente (cosa nada común entre las gentes de este país) me dirigió una afectuosa arenga en chino de la que nada entendí salvo el lenguaje corporal, que incluía llevarse la mano al pecho y miradas amistosas.

Mr. Chow. De mi portentoso chófer, notable representante de esta industriosa nación ya he hablado en otra ocasión. Dos días antes de salir rumbo a Foshan, fue él quien me llevó a la guardería lejana que me tocaba y mantuvimos una corta pero afectuosa conversación (vía traductor móvil) sobre el futuro y nuestros planes. Se despidió llamándome amigo y prometiendo tomarnos a Leire y a mí como alumnos de Kung Fu si volvíamos por Cangzhou.

Lery. Esta maravillosa, voluntariosa y afable mujer de la ciudad de Mengcun ha sido mi en esa localidad. Los miércoles eran mi día complicado de la semana con seis clases en una guardería y 4 clases más (muy largas) en un colegio de primaria en la ciudad. Los niños de la guardería, insolentes, indisciplinados y terriblemente rebeldes ante cualquier tipo de autoridad y los niños de primaria, desmotivados, irrespetuosos y, en algunos casos, problemáticos, convirtieron ese día de la semana en una auténtico tormento para mí. Todo ello agravado por el hecho de que a Mengcun solo podía accederse por carretera nacional tras viajar casi dos horas en cada dirección. Pero Lery estaba allí. Con su irreductible optimismo y entusiasmo, con su maternal cuidado de mi persona (querido Mario, toma más agua caliente) y sus modos suaves y armoniosos, hizo de aquel infierno algo medianamente aceptable. Desarrollamos una amistad (en la que la mitad se lo tragaba la traducción) que en un momento en que me hizo falta ayuda con un tema personal, le llevó a buscar el recurso necesario para socorrerme sin dudar un momento no perder la sonrisa.

La chica de los martes. Así la llamo porque nunca conseguí comprender la musiquilla de su nombre chino para memorizarlo y porque era una de las pocas personas que no había decidido ponerse uno anglosajón. Esta joven siempre sonriente, que hablaba un inglés muy correcto y que era amable hasta el extremo, era la personificación de la eficacia. Siempre me llevaba al sitio correcto en el momento adecuado y en cada clase todo estaba listo para el trabajo sin demoras ni explicaciones innecesarias. Al despedirme de ella demostró sentirse triste (es difícil ver eso aquí) y cuando le besé la mano en gesto de gratitud, experimentó un maravilloso sonrojo que llevaré en mi memoria mucho tiempo.

Las estrellas absolutas de nuestro contacto humano fueron nuestro amigos del Four Seasons Fragrant Dumpling. Lo cierto es que la primera vez que hollamos ese restaurante, fue en nuestra primera semana en Cangzhou. Era un viernes noche y nuestro humor era, por decirlo de una manera suave, oscuro. Yo quise entrar en un sitio que recordaba en las cercanías de nuestro apartamento y por equivocación acabamos en el Four Seasons. Desde un primer momento nos topamos con una divertida familia que, además de fascinarse con unos extranjeros (como todos en esa ciudad) intentaban comunicarse y anunciarnos sus excelencias como restauradores. El heraldo de semejante empeño era el hijo de 8 años de la pareja propietaria, que en un inglés perfecto sabía decir «hola. Encantado de conoceros». Y con eso, con algunas palabras clave que Leire sabía engranar y mucha mímica conseguimos cenar muchas veces en ese maravilloso restaurante. Y descubrimos los «zhiao zhi» una especie de raviolis con diversos rellenos que confeccionaban en una cocina con las paredes de cristal tres hermosas mujeres chinas, muestra extrema de dulzura, maternidad y saber hacer. Y poco a poco se fue fraguando esa especial relación con esta preciosa familia, que ayudándose de la mímica y de los traductores de móvil iba poco a poco entrando en nuestro mundo a la par que nosotros en el suyo. Un sábado al mediodía, que el restaurante estaba casi vacío, Leire improvisó una estupenda sesión fotográfica de estos maravillosos seres humanos. Un par de semanas después, tras superar nuestro natural reparo, les obsequiamos una s copias en papel que recibió el padre, que estaba solo. La siguiente vez que acudimos, todos se acercaron a hablar con nosotros porque creo que se vieron guapos y eso es algo que acerca a la gente. La siguiente vez fue para decirles que en una semana nos marcharíamos y que antes vendríamos a despedirnos. Ya en ese momento me sorprendió la efusión de abrazos, sobre todo con la dueña, mujer maternal donde las hubiera y que era poseedora de una clase propia de una estrella de cine. Derramó lágrimas cuando esa noche dejamos su restaurante. La última vez, acudimos de noche para regalarles nuestra planta grande y despedirnos definitivamente. Inesperadamente, nos ofrecieron como obsequio una cena pantagruélica (muy al estilo chino). Se sentaron a nuestra mesa. Bebieron con nosotros. Nos declaramos amistad e intercambiamos contacto por mensajería instantánea. Las emociones fueron prácticamente incontenibles y en el momento de marcharnos después de tanto abrazo y pena contenida, las lágrimas fueron torrente, y como acertaron a expresarnos en la traducción, los corazones se rompieron. Pocas veces viví algo tan emotivo y tan humano. Os echaré de menos. Mamá. Papá. Tías. Hermanito. Os querré siempre.

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