CRUZAR LA CALLE

No es seguro. No es fácil. Es alucinante. Tiene ese aire de juego de plataforma en el cual hay que tener un gran sentido del ritmo y de la secuencia para poder llegar al otro lado sano y salvo. El orden de las cosas nunca se manifiesta tan poderosamente en este país como en el tráfico urbano. La “pirámide alimenticia” de este peculiar ecosistema es como sigue: Los que mandan son los autobuses y los taxis. Nunca se echan atrás, siempre dominan el tráfico.
Los autobuses paran en los semáforos (poquísimos) que hay en la calle pero los taxis no. Hay que apartarse. Para indicar a los demás que serán rebasados o atropellados, tocan el claxon. Después vienen los coches. Adelantan a todos los demás por donde quieren (aquí se adelanta mucho por la derecha, incluso en las autopistas), tocan la bocina como posesos y nunca se detienen en pasos de cebra (ningún transport, repito, ninguno se detiene) ni en los semáforos. Sólo la ocasional presencia de un agente de tráfico y sus hermosas banderas llenas de caracteres chinos pueden llegar a detenerlos. Luego están las motos. En su mayoría ingenios eléctricos, estos artefactos campan por doquier, da lo mismo qué carril sea y no hacen ruido, lo que constituye un verdadero peligro para el peatón. Por la noche no encienden sus luces, doble riesgo y pueden circular por aceras y calles peatonales tranquilamente porque tienen consideración de personas con ruedas. Finalmente, en la base de esta desquiciada cadena de depredación estamos los seres humanos sin ruedas. Peatones, viandantes y otros sujetos de caza por parte de los otros seres mecánicos que pueblan la urbe. Reglas sencillas: nunca tienes preferencia. Los pasos de cebra no significan que los otros pararán. Necesitas visión de 360 o, al menos, 270 grados. Ojo y oído avizor y patitas ligeras, que viene el toro.